Paso de comedia




Este cuento se llama "La leyenda de la casilla fantasma".
Fue escrito sobre la cama de un motel.
Fue en el motel que está en la ruta vieja, al que muchos conocen como camino de las quintas, pasando el puente que cruza un arroyo inexistente, acaso por ello llamado Arroyo Seco. 
Lo escribí de un tirón, casi sin darme cuenta, sobre la misma cama donde una leve tibieza y un tenue perfume se desvanecían al unísono con el recuerdo de su presencia.
Lo escribí de manera enfermiza, desesperada, apretujando las letras una tras otra, como para no darme tiempo a pensar en otra cosa que en la próxima frase, en el próximo párrafo.
Alguien convertido en espectador invisible, hallaría la escena tan incongruente como el nombre del arroyo recién dejado atrás. Un tipo sobre una cama desecha, absolutamente enfrascado, tecleando como poseso un cuento intrascendente, mientras su amante recorre el camino de las quintas, convirtiendo unos quince kilómetros en una distancia un poco más grande que la que lleva a Pekín, o a la Luna, o a Katmandú.
Así estaba. Negado a cualquier otra cosa que no fuera teclear, corregir, volver a teclear. Atrapado por el discurrir de esa trama insulsa con la que mi mente cerraba el paso a la desesperación, a la certeza de que había sido el fin.

El cuento en sí tiene su vuelta, no vayan a creer. No todo es tan banal. 
Tiene un par de frases ingeniosas, algún que otro toque de irónico humor, o algo así. Algún guiño, alguna trampita. Pero está tan concienzudamente vacío que es imposible encontrar en él algún rastro del dolor opresivo que de a ratos arremete mi pecho desde adentro y me obliga sostenerme las costillas para evitar que se separen.
El cuento hasta es bueno. Intrascendente, pero bueno. Te entretiene.
En realidad, no se lo que puse en él, ni porqué. Pero salió tan deliberadamente apretujado, tan intrincada su urdimbre, que es imposible hallar un intersticio donde anide una lágrima, donde se filtre uno solo de los mudos quejidos que me aturden de tanto en tanto.
Sigo sin saber que dice, aunque lo leo y lo releo. Casi con la misma desesperación que lo escribí. Y está tan limpio de dolor, tan despojado de congoja, tan lavado de algo parecido a la pena, tan escaso de aflicción, tan ajeno a mi, que cada vez que lo leo me doblo lentamente sobre mi estómago y lloro amargamente, sin que ninguna lágrima logre escapar de mi, sin que ningún sollozo libere la presión que atormenta cada recoveco de mis pulmones, cada curva de mis tripas, cada partícula de mis huesos.

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