El dulce efecto relajante de la desazón ajena



- Este cuento lo escribí sobre la cama de un motel, dijo Colaborador Ocasional.
Si uno lo leía como sobrevolándolo, sin dejarse atrapar por la maraña de su trama, casi podía ver a Colaborador sentado con su notebook en la cama desecha, tecleando desesperado, apretujando denodadamente las letras una tras otra para no perder el hilo de las frases antes de que se desvanecieran en su mente recién amanecida.
- Ajá, masculló Secretario de Redacción, logrando parecer inmutable ante la mirada ansiosa de su interlocutor.
Gracias a su dilatada experiencia, no le significó ningún esfuerzo evitar prolijamente que alguna frase denunciara que reconocía la indudable calidad del escrito que tenía ante sus ojos.

¡Este cagatintas! pensó Secretario. 
Este tipo, incapaz de conocer cuanto hay que luchar para encontrar la palabra justa, la frase adecuada, el adjetivo correcto. 
Este individuo, que no sabe cuan costoso puede resultar encontrar una idea que permita, después de mucho sacar y poner, de mucho acomodar, lograr por fin el objetivo de llenar la página en blanco. 
Este espécimen, que es capaz, así, de manera inconsciente, de sentarse de una y escribir, casi de corrido, un cuento atrapante, certero. ¡Qué podrá saber!
Recordó las veces que le había propuesto a Señor Director (el dueño del mediocre diario en cuya redacción funjía de semidios) reemplazar la sección Leyendas Urbanas en la que Colaborador Ocasional volcaba irreflexivamente sus afiebradas fantasías pueblerinas. 
En vano ofreció llenar el vacío con apetitosas recetas, originales frases célebres o eruditos horóscopos, conseguidos a precios de saldos en alguna agencia de recortes. Señor Director le recordaba en esos casos qué, los pocos lectores que alguna vez se habían tomado el trabajo de mandar una carta amable a la redacción, invariablemente hacían elogiosos comentarios de la semanal columna.
Y ahí tenía, frente a su escritorio, a este individuo. Parado, expectante. Esperando un gesto de aprobación que le dijera que podía pasar por administración a retirar su cheque. Autorización que el Secretario parecía conceder a expensas de arriesgar la salud financiera del pasquín.
Este tipejo, que se solazaba jugando irreflexiblemente con fantásticas paparruchadas, agrandadas por  tanto cuchicheo de vieja, exageradas por tanta etílica tertulia, y que él convertía en brillantes combinaciones de imágenes, ideas y metáforas casi sin esforzarse, no sabía nada.
Nada sabía de la angustia de comprobar que, tras horas de traquetear teclas, sólo se logró cubrir un par de carillas con una prosa medianamente plausible.
Y esto colmaba su escasa paciencia, revolvía sus mezquinas entrañas, amargaba sus arrugadas tripas.

- Está pasable. Déjemelo que después le voy a dar un repaso para corregir algunos errores de estilo. Pero se publica.
- Gracias, muy amable señor Secretario de Redacción. Muy agradecido.
- Puede pasar el viernes, después de las seis, para que Solterona Administrativa le haga su cheque.

Por fin fue viernes.
Secretario de Redacción sintió el primer regusto de dulzura casi sin preaviso. 
Solterona de Administración se despidió formal al retirase un par de horas antes de lo acostumbrado, ya que ese fin de semana viajaba a visitar su madre.
Casi una hora estuvo saboreando la agradable sensación mientras en su cabeza elaboraba un par de frases de circunstancias, como para que Colaborador Ocasional supiera lo apenado que estaba de que se le hubiera escapado este detalle.
El sábado en la cena, y un par de veces el domingo, pudo recordar con fruición la cara de desazón que le obsequió Colaborador cuando le pidió que hiciera el favor de volver el lunes por la tarde, a buscar el cheque.

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