…y el sol lo iluminó todo
¡Cautivante!
Sólo así se podría describir al personaje que entró de improviso en el salón.
Las cabezas giraron al unísono al presentirlo.
Las conversaciones se olvidaron en el mismo instante en que se acallaron.
El aire también pareció detenerse, igual el tiempo.
La orquesta parecía fuera de lugar, intentando ignorar su presencia, aferrada a la ruta que le marcaban sus partituras.
Las miradas seguían su derrotero entre la concurrencia.
Los murmullos y suspiros escapaban de los labios sin que sus dueños y dueñas se percataran.
Él frenó sus pasos. Su mirada recorrió el auditorio. Algunos olvidaron respirar.
La orquesta perdió por fin su pentagramado camino.
El silencio aturdía.
Entonces, él se encaramó en el escenario y habló.
Habló, y al hablar su palabra encandiló, fascinó, embriagó, entusiasmó, enardeció.
La concurrencia olvidó su charlas, sus bailes, sus copas. La orquesta olvidó su música.
Las puertas se abrieron y la gente salió taciturna, cada uno a su destino.
Muchos creyendo que partir de ese momento todo sería distinto. El resto soñando que nada sería igual.
La luna iluminó el lento desperdigarse del gentío.
La noche sumó su silencio hasta que fue imposible dejar de oirlo.
Las horas se hicieron interminables, hasta que, mucho más tarde que de costumbre, amaneció.
…y el sol lo iluminó todo.
Una tras otra, las personas asomaron sus cabezas.
Sus ojos fueron corroborando que nada había cambiado.
Muchos creyeron que fue un sueño. Los otros sintieron que fue una pesadilla.
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