De la tierra a la luna, y vuelta




Una semana antes, el martes 23, me había animado a hablarle. Llevaba un montón de tiempo coincidiendo con ella en el mismo colectivo, a la misma hora, bajando en la misma parada. Ese día la necesidad de acercarme fue mucho más fuerte que mi casi enfermiza timidez, que mi terror al ridículo. Ella, entre asombrada y sonriente, terminó aceptando un compromiso para el otro día de compartir una coca en un barcito del centro y demorar la vuelta un par de horas. 
Difícil es recordar qué le dije, pero sí que una insólita verborragia pareció explotar ni bien superé el primer bloqueo y logró interesarla, por lo menos lo necesario para darme (darnos) una oportunidad de, tal vez, algo más.
El miércoles en el bar la tarde de charla se hizo casi noche. Agosto, ese año de 1977, nos había traído la primavera con un mes de adelanto. Vuelvo a ver su solera floreada y mi camisa mangas cortas. Seguramente la danza de polen y las hormonas revueltas que el tiempo amable prodigaba a nuestro alrededor tuvo algo que influir en el tono de nuestras palabras, en la complicidad de nuestras sonrisas, en las intenciones de nuestras miradas. 
La semana voló en encuentros fugaces y demasiado acotados.
El martes 30 fue el día. Todo pareció acomodarse a nuestros deseos. Nos encontramos temprano, apenas pasado el mediodía, súbita y afortunadamente liberados de obligaciones. 
Lo que siguió no me había atrevido ni siquiera a soñarlo.
Literalmente me arrastró a su casa, me sumergió en su desenfreno, me desinhibió para siempre.
Yo era funcional, aunque no técnicamente vírgen. Lo poco que conocía del sexo por fuera de las lecturas, las revistas, las charlas, descubrí ese día que era sólo el índice de una enorme enciclopedia. Mi  asombro era casi más grande que el placer, si es que eso era posible.
No recuerdo a cuantos metros del suelo transcurrió el regreso a casa. En realidad, no recuerdo más nada del resto del día.
Lo que sí recuerdo es que a lo largo de la semana siguiente, cuando a cada intento de encontrarla correspondía un fracaso, la ansiedad fue trocando en desazón. 
Así, empeorando, ocurrió una nueva semana. El miércoles 14 de septiembre, que no el martes 13, logré encontrarla en una de las paradas del colectivo. Me saludó, cálida y alegre con un casto beso en la mejilla. En pocos minutos, mientras mi humanidad se iba desintegrando, me contó que estaba feliz, que en unos días viajaba con su ex pareja (de la que yo ignoraba su existencia), y con la que se había reconciliado, a vivir por dos años a Paraná, Entre Ríos.
Tampoco recuerdo que dije después, como nos despedimos, que pensé. No puedo precisar de qué manera fui recogiendo los pedacitos de mí en las mil cien horas que me costó el llegar a casa.

Nunca la volví a ver. 
Nunca dejó de tener su rinconcito propio en mi cabeza. 
Aún hoy, después de tantísimo tiempo, cuando refresco en la memoria mis precarios diecinueve años y sus aplomados treinta y uno, me envuelve un sentimiento de angustiosa revelación, la sensación de un doloroso parto de mi vida adulta.

Dicen que siempre se vuelve al primer amor.
Yo no sé si siempre. Tampoco sé si llamarlo amor.

Lo que sí sé es que, aún sin reconocerlo, siempre lo he estado intentando.

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