La sorpresa



Y entonces... me fui quedando dormido.
Fogonazos, gritos, maldiciones se desvanecieron.
El rugido de la batalla se hizo murmullo y luego silencio...

Había sido unas horas antes que, bostezando y ojerosos, medio a trompicones, nos alineábamos para formarnos respondiendo al toque de clarín que nos había arrancado de las mantas.
Confiados y distendidos, apenas barnizados por la marcialidad y la disciplina, el grupo de gauchos, casi hasta ayer paisanos camperos, respondía entre socarrón y cansino al recital de órdenes que desgañitaban un puñado de cabos y sargentos.
Titánica era la tarea de amansar tantas individualidades para hacer que el pobre regimiento se pusiera a la altura de su pomposo nombre: Ejército Peruano y de su no menos pomposo jefe y fundador: el Señor Comandante General de la Puna, don Juan José Feliciano Fernández Campero, Marqués de Yaví.
En la plaza mayor (y única) del pueblo, centro del incongruente marquesado, nos formamos con nuestras armas, impedimentos y escasas galas, mientras nuestro jefe y sostén, y sus emperifollados oficiales, oían misa en la Iglesia local. Tramitaban, tal vez, aupados por los muchos dineros que el púlpito consumía, el auxilio divino para la dura tarea que nos esperaba en los cerros y quebradas que trepaban a nuestras espaldas.
Por fin, cuando ya habíamos sido prolíjamente achicharrados por el sol de octubre, apareció el Marqués, sus oficiales y sus pompas.
No había siquiera comenzado a hormiguearnos en el cuerpo la excitación del cercano porvenir de la batalla, cuando un brutal bramido de fusilería resonó por el extremo más alejado de la plaza, y casi al unísono irrumpió sobre nosotros una estampida de sables, gritos y maldiciones.
Nuestra bisoña tropa se desbandó, los que pudieron.
Nuestros fatuos jefes, impotentes, sucumbieron al caos.
Nuestro Comandante, intentando huir quedó enganchado, por su apuro y su obesidad, al estribo del corcél que estaba destinado a llevarlo a la gloria.
En la desesperación de mi carrera, tropecé con la trayectoria de un proyectil de los godos.

Primero el golpe seco, después la caída lenta, como flotando, luego el ardor en el pecho y la angustia en la garganta, ¿o el ardor en la garganta y la angustia en pecho? No lo alcancé a discernir y entonces... me fui quedando dormido.

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